Habitación 21
Ahí estaba, caminando otra vez en el doceavo
piso del edificio. Normalmente era el piso que me tocaba atender. El piso
estaba compuesto por dos largos pasillos, cuatro puertas de cada lado, en total
dieciséis habitaciones que iban del número 200 al 216, cada una exactamente
igual que la otra: una pequeña estancia compuesta por dos sillones y una mesa de centro, una cama , un baño, en
cada baño dos bolsas de shampoo individual, una dosis de pasta dental y
enjuague, dos rollos de papel; en el minibar cuatro cervezas, dos botellas de licor
barato adornadas con etiquetas que disimulaban el pésimo alcohol que la
compañía le proporcionaba a los clientes. Mi trabajo consistía en no olvidar
esas dosis individuales de civilización que el hotel le proporcionaba al
cliente. Mi salario sobrepasaba por mucho mis labores, eso no quiere decir que
me sintiera a gusto con él, pero siempre había formas de sentirse a gusto en un
trabajo, mi forma de encontrar esa satisfacción extra se encontraba en escupir
dentro el enjuague bucal y en una serie de visitas nocturnas al minbar de la
habitación en turno.
Una noche
caminaba por mi respectivo piso y pase frente a la habitación 211, nunca había
notado que faltaba un número en la puerta, era extraño ver la contigüidad de la
serie numérica: 209,210,21,212...,
podría decirse que el hotel contaba con dos habitaciones 21. Notar esa falla en la sucesión numérica me
hizo darme cuenta de que hacía varias semanas que no entraba en aquel cuarto,
-quizá más tarde- pensé.
Una vez terminada
mi revisión diaria del piso decidí volver a la estancia principal, ahí estaba
el regordete capataz que se encargaba de que siempre, sin importar la hora,
todo empleado tuviera algo que hacer, ese maldito sujeto que , seguramente a
causa de su mal matrimonio, a causa de su falta de sexo, ejercía toda la
violencia y toda la dominación que su cargo le permitía sobre los empleados;
todos debíamos referirnos a él como Doctor Land, creo que era un psicólogo
fracasado que a causa de la falta de competencia en su rama acabo siendo gerente
de un hotel; entre los empleados lo llamábamos “el gordo”.
Antes de que el
gordo me asignara alguna tarea como fregar pisos, limpiar ventanas o ayudar en
la cocina del restaurante, decidí dar una segunda ronda por mi piso, una visita
al minibar de la habitación 21 me ayudaría a sobrellevar el resto del día.
Una vez ahí,
frente a aquella puerta me di cuenta de que mi manojo de llaves no contaba con la
llave de dicha habitación, así que tuve
que volver a la estancia principal. Abrí el cajón de llaves y miré los distintos
paquetes, revisando aquellos manojos
noté que no había o no existía la llave de la habitación 211, si no estaba en
mi llavero, el del piso 12, no quedaría
más opción que revisar una por una cada
llave dentro de cada manojo que estaba dentro del cajón, era eso o preguntarle
al gordo. Todo era preferible antes que hablar con el gordo. Decidí probar
suerte con la llave de la habitación 21 original. Regrese al doceavo piso.
Introduje la llave, la giré, y con un crujiente sonido que me recordó el tronar de una quijada rompiéndose, se abrió la
puerta. Todo era justamente como debía de ser, una habitación más del edificio,
solo había una diferencia, este cuarto contaba con un espejo de cuerpo completo
en la sala, un detalle nimio comparado con la total semejanza que compartía
con todas las demás habitaciones. Instintivamente revise que hubiera jabón,
papel, y lo demás; después de eso, me encamine directo al arcón del tesoro,
ese cubo de plástico y metal que contenía el brebaje que me ayudaba a no matar
al gordo, a no matarme a mí y a
continuar con este trabajo de mierda: el minibar. Sentía como mi corazón latía,
mis pupilas seguramente tan dilatadas como cuando alguien mira a su ser amado;
tome la manija del refrigerador, ya sentía el sabor del licor en mi boca. El
maldito minibar estaba vacío.
Volví una vez más
a la sala principal, le avise al gordo que faltaban algunas cosas en la
habitación 211 y que iba a llevarlas, tome el kit de ensamble: cuatro cervezas,
dos irlandesas, dos nacionales, dos botellas de licor ( Ron, Vodka) y volví a
la habitación.
Una vez allí
sentí que algo había cambiado, la atmósfera era diferente, había algo en el
aire, había ceniza en el suelo, había licor en el minibar. ¿Alguien había estado ahí?, ¿Era
la misma habitación 21? ¿Me había equivocado de piso? Salí de la habitación.
Observe la numeración. Un hombre no entra dos veces al mismo río, dijo
Heráclito; ¿lo mismo pasaba con las habitaciones?. 209, 210, 21,212… La
numeración concordaba, estaba en mi piso. Volví al cuarto. Destape una cerveza, encendí un cigarrillo, el fuego del fósforo me remitió nuevamente a Heráclito:
todo cambia.
Quizá la
habitación no cambio, quizá yo cambie, quizá ambos.
Al día siguiente
volví a la habitación junto con un estéreo, sintonice una estación local de
jazz y comencé con mi ritual diario: cigarro y alcohol, había un extraño placer
en escuchar la batería de Buddy Rich envuelto en un ambiente cubierto por
una niebla de olor a tabaco mientras el
amargor de la cebada se filtraba quemando por mi garganta, una especie de
placer sexual. Esos pequeños quiebres de la rutina terminaron por volverse parte
de ella. -Tratar de llenar la falta-.
Lo días pasaron y
por alguna razón nadie se alojaba en esa habitación. Otro día decidí llevar al
cuarto un viejo cartel que encontré en
la basura de mis vecinos, el cartel decía: “yo soy otro” A. Rimbaud. Lo coloque
en la pared de la sala, frente al sillón. Poco a poco la habitación se fue
haciendo mía.
Una noche, mi
noche de descanso, salí a dar una caminata por la ciudad, sentía mi casa como
un lugar extraño, ajeno, como si mi
habitación ya no se encontrará ahí, como si ese espacio que antes llamé mío ya
no estuviera en mi hogar, o como si mi hogar ya no estuviera en ese espacio
denominado mi casa; ese viejo montón
de concreto ubicado en los suburbios , ese lugar donde he habitado desde hace
años, que he compartido con múltiples amores de distinta índole (mujeres, literatura,
la fraternidad de un amigo), ese lugar ya no era mío , ya no era mi hogar, era
como si mi hogar, lo mío, estuviera en otro lado. Durante mi paseo nocturno recorrí los
callejones llenos de mendigos y
prostitutas, no pude evitar compararme con ellas; al final qué trabajo no es
una prostitución. Todos nos empleamos, buscamos
ser usados, ser usados por otro, ser usados de una determinada manera, intercambiamos una
parte de nuestro ser por unos cuantos pedazos de papel con la finalidad de darnos pequeños
lujos: una caja de cigarros, una taza de café, un auto, una casa, una cena, una
familia, una no soledad. Por eso las personas compran mascotas, compran su
compañía, compran su no estar solos nunca. Por eso las personas se enamoran o
tienen hijos, buscan sentirse completos,
buscan su otro que los use.
Después de un tiempo mis pasos me condujeron a
un bar: The Oasis, uno de esos agujeros que abundan en toda ciudad civilizada,
donde sirven licor adulterado en finos vasos de cristal cortado, donde hay un
mal músico haciendo pobres interpretaciones de grupos de rock con propuestas
musicales aún más pobres, un lugar al
cual solo se va para olvidar, para olvidarse.
Veo a una mujer: cabellera larga y negra, senos grandes, una cara tan seria como
la de una persona obligada a ir a un funeral de alguien a quien nunca conoció,
su mirada matizada y a la vez oculta por
unas gafas que le daban un aire intelectual, tal vez eso fue lo que me atrajo. Parecía muy joven,
al menos para mí. El alcohol me dio el valor para acercarme: -Cantinero, dos de
lo que ella está bebiendo-, el cantinero se acerco y vertió una sustancia
blancuzca en dos vasos. Ella sonríe de manera forzada. Yo doy un sorbo al líquido:
es leche. Ella estalla en una carcajada. Se va.
De repente me veo a mí mismo
bebiendo leche en un bar, veo la atmósfera de gente desesperada por diversión,
por pasar un buen rato. Un montón de gente extraña reunida en un mismo espacio
intentado acceder al placer que su rutina diaria les niega. He ahí a la
humanidad. Pido algo más fuerte, el cantinero sonríe y saca una botella llena de un líquido
azul cristalino. Vierte un poco en mi
vaso. Lo bebo.
No sé qué ha
pasado. Me duele la cabeza. Hay humo en la habitación, reconozco el olor de yerbas en combustión: tabaco quemándose. No
sé dónde estoy. Tomo aire, veo a mi alrededor, el humo me impide ver con claridad.
Froto mis ojos, entonces lo veo: es horrible,
es la criatura más repugnante que he visto en toda mi vida: es un ser
compuesto por dos bultos hechos de carne, el bulto más grande es una especie de
saco lleno de pliegues de piel que caen de forma irregular uno sobre otro
produciendo el efecto de cera
escurriendo; esos pliegues se agitan en breves espasmos : un rítmico movimiento
similar al palpitar de un tumor recién extirpado , en la parte inferior
posee dos extremidades largas que se doblan, en la parte intermedia, entre los
dos bultos carnosos, hay dos miembros articulados que culminan en una serie
filamentos delgados, casi toda la corporalidad de esa abominación es lampiña, a
excepción de algunos pequeños e irregulares brotes de folículos:
sobre el bulto superior , en la parte de arriba, hay un brote de estos. De uno de los filamentos emana una nube
hedionda de vapor; me frote los
ojos nuevamente, no podía creer lo que estaba frente a mí, nunca olvidaré eso
que vi, lo que estaba frente a mí era el
espejo de la habitación 21, me veía a mí, a mí mismo, desnudo, fumando,
escuchado jazz en mi habitación, un engendro dedicando su existencia al placer,
vi mi vida como una masturbación continua. El monstruo era yo, pero no solo yo,
la humanidad misma, la humanidad que se había dedicado a crear un mundo donde
todo ser vive para la única finalidad de
autosatisfacerse.
Desde esa noche
no podía mirar a ningún hombre, mujer, niño o anciano y no sentir asco. Esa noche en esa habitación
se me reveló algo que nunca pude olvidar: la abominación del ser, toda sociedad
construida por el humano no es más que
la fantasía hedonista que hemos elegido vivir.
Los días
continuaron. A partir de ese día en cada
puerta que miraba, en cada puerta de cada casa, en cada entrada de cada
edificio, en cada maldita puerta que me encontraba de frente veía un número 21
y junto con él la reminiscencia a mi
reflejo, al otro, que en cada caso somos cada uno de nosotros mismos.
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