El Copista
Por
Richardt Kreusch
Esta
es la historia del hombre más sabio del universo. Nadie sabe su nombre pero lo
han llamado “El copista”. Sí, ese hombre existe. Es tan real como el universo,
al menos como esta Biblioteca-Universo. Así es, amigo. Por si no lo habías notado
estás en la Biblioteca de Babel. Mírala bien. Aunque ahora estamos en una
región desolada, pero aun así es la Biblioteca.
El
arquitecto la describiría como una enorme biblioteca, infinita en realidad,
compuesta de : “ un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales” (El arquitecto,
1941) . Justo como esta. Como puedes ver hay anaqueles en cuatro muros,
libreros, cada librero cuenta con 35 libros exactamente. No más no menos. Salvo
la excepción de la época en que los
anaqueles fueron purgados. Hombres armados, montados en caballos, recorriendo
las galerías destruyendo y quemando todo
lo que juzgaban indigno...pero esa es otra historia, que dejaremos, quizá, para
otro día. En fin, salvo esas excepciones, que son muy pocas en comparación con
el infinito, cada anaquel tiene 35 libros, es decir, 140 libros por galería. En
el centro de cada galería está el pozo de ventilación. Además, están estas dos escaleras de espiral,
una asciende y la otra se abisma, y, por último, estos dos zaguanes: entrada y
salida, que nos conectan con las galerías contiguas. Una vez que conoces una
galería conoces todas, todas son iguales, lo único que cambia son los libros de
los anaqueles… pero
…Te
estaba Contando sobre el copista.
Bueno.
El copista es un hombre viejo, tan viejo como la biblioteca. Quizá el conoció al Arquitecto, o quizá él
mismo sea el Arquitecto, al final qué es el universo sino lo que el hombre que
lo vive hace de él. El universo, así como Dios, es una creación del hombre.
Como sea no es importante. Te estaba
diciendo, el copista es un hombre viejo, aunque no lo aparente; los
eones solo se ven cuando lo ves a los ojos, cuando lo escuchas hablar. Fuera de
eso solo verías a un hombre más. Un denominador común.
Él
no siempre ha sido quien ahora es. Antes. Antes era un aventurero, un buscador.
Él buscaba. Parte de la condena de estar aquí, pese a estar rodeado de papel,
es que no existe el papel en blanco, no existe la tinta. Todo ya está escrito y
no hay nada por escribir. Nosotros no escribimos, solo leemos.
Sin
embargo, el buscador no era como nosotros.
La paradoja del buscar radica en que nunca se sabe bien lo que se busca,
se puede tener una noción, una idea, pera esa idea nunca es clara y sesga
nuestra visión. El buscador se aventuró en el universo, recorrió las
galerías durante interminables días: los días consistían en caminar, dormir y leer, caminar, dormir y
leer. Cada palabra que leía se quedaba
con él en su interior. Se alimentaba de palabras. Cada una de ellas lo nutría,
lo hacía más fuerte. No obstante, había otras palabras, otras letras, que no
entraban, se quedaban pululando a su alrededor, susurrando y volando, como el
hada, o el demonio, que acompaña siempre a su
protegido. Y había otras palabras que simplemente se perdían, ya sea por
su falta de sentido, por su banalidad y estupidez, o porque, sencillamente,
buscaban otros ojos para ser leídas. No a todos los nutren las mismas palabras,
las palabras son como el espíritu: duras para los espíritus duros, blandas para
los espíritus blandos; profundas para los cuerpos profundos, livianas para los
que son livianos.
Y
así transcurrieron los días de este hombre, de este buscador. Hasta que un día,
mientras descansaba cerca del pozo de ventilación
de alguna galería, tomó la baranda que rodeaba al pozo y, con todas sus
fuerzas, comenzó a sacudirla, tiraba de ella como si esta tuviera vida y él
quisiera arrancársela. Necesitaba ese pedazo de metal por alguna inexplicable
razón. Pero la baranda resistía firme, no estaba dispuesta a ceder ni un poco.
Sería una pelea dura, una pelea que ese día ganaría la baranda.
El buscador, agotado por la infructífera
lucha, se tendió cerca de un anaquel. Fue entonces que notó una pequeña astilla
que salía del borde inferior del mueble. Decidió arrancarla. Era filosa, casi como una aguja;
el hombre se dio cuenta de que con ella podía hacer pequeños trazos raspando
la madera del anaquel…entonces recordó algunas de aquellas palabras que habían estado con él desde hacía un tiempo,
era un pequeño fragmento que rezaba: “conócete a ti mismo”, lo grabó en el
anaquel y así acabó ese día.
Al día siguiente, con fuerzas renovadas, inició
la pelea nuevamente. Su única arma contra la baranda era la fuerza bruta pero
¿un hombre nutrido de palabras qué tan fuerte puede ser?
El
buscador había encontrado algo, había encontrado un enemigo. Tomó a la baranda
y tiró de ella con todas sus fuerzas. Apretaba los dientes. Los músculos
de los brazos se tensaban hasta quemar, entonces gritó: “Padre, dame fuerza”. Y,
como si las palabras fueran una invocación, la barra cedió. Fue así que el
buscador creyó haber encontrado algo.
Ahora, el buscador, armado con un báculo
de hierro y una astilla, se encamino a
la siguiente galería. Una vez allí, se aproximó al anaquel más cercano, tomó el
primer libro que vio y leyó: “Está es la
historia del hombre más sabio del universo. Un hombre que ha sido llamado el
copista”. Un profundo sentimiento de irá lo inundó; así que con su bastón derribo el anaquel. Impulsado por ese iracundo
sentimiento empezó a tallar de forma
minuciosa y desesperada cientos de caracteres que recordaba: letras, trazos y frases.
Cuando hubo terminado con ese anaquel paso con el siguiente, y luego el
siguiente. Después continúo con los muros, el suelo, la escalera. No fue una
labor sencilla y rápida. Raspar textos en piedra y madera requiere su tiempo.
Al final, cuando acabó, se dio cuenta de que
su cuerpo no estaba escrito. Entonces
tomó un libro. Uno de tantos que se encontraban en el suelo. Lo abrió en una
página al azar y, con su astilla, pinchándose
el pecho ,transcribió literalmente en su carne: “todo es uno”. Aquel hombre se
atrevió a escribir. Después de eso copio
de forma exacta , letra por letra, el libro entero. Todo lo que había en ese cuarto quedó
escrito.
No
importa por donde se mirase había letras , trazos, fragmentos. Todo en letras
de distintos tamaños y formas. En unos muros se podía leer: “De lo que no se
puede hablar hay que callar”, “cuidado, no avance”, “15 hombres cargan la caja
del muerto, la bebida y el diablo acabaron con el resto”; En el techo se podía
leer claramente: “El hombre es un animal racional”, “el afuera es el adentro”;
mientras que en la escalera se podía leer en la espiral: “ En un lugar de la
mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…” Miles de fragmentos cubrían muros, techos,
muebles. Era como si un tornado de destrucción y escritura hubiera pasado por
esa habitación. El copista había nacido.
Por
eso sabemos de su existencia. Hemos visto las galerías destruidas. Fue por eso
que yo también me convertí en buscador.
Un día decidí seguir el rastro de destrucción. Quería conocer al
copista. Así comenzó mi recorrido. Comencé a caminar a través de las infinitas
galerías con la esperanza de encontrar al Copista o al Arquitecto. Sin embargo,
la tarea de encontrar a dos elementos específicos en el infinito no es muy esperanzadora.
Así pasaron los días, los días se volvieron
semanas, hasta que un día, caminado cerca del pozo de ventilación escuché el
crujir de algo a la distancia, era como madera rompiéndose. Corrí en dirección
del sonido: escaleras arriba. Subí un piso. Dos pisos. Tres pisos. Entonces el
sonido desapareció perdido en la infinitud
de la biblioteca. Me acerqué decepcionado al pozo de ventilación, me recargué
en el barandal y este cedió, casi caigo al abismo. La baranda estaba rota.
Un
pedazo del barandal semejante a un garrote quedó en mi mano. Un enorme
sentimiento de frustración y vaciedad me inundó. Comencé a golpear todo a mí
alrededor. -¡¡Maldito Copista, Te encontraré!!-. Grité al vacío del pozo. Y mi
grito se perdió en el silencio de la biblioteca. Sentía como la biblioteca se reía de mí y de mi desdicha. Estaba ahí,
perdido, como tantos otros. Es ahí
cuando sientes la Desesperación:-¿qué clase de mente diseña un mundo
como éste?- dice una voz.
-¿Qué
clase de mente soporta un mundo como éste?-. Respondió otra voz. Pero no había nadie.
Estaba solo.
Conforme
pasaba el tiempo, dejé de pensar en días; mi existencia se reducía a buscar, a
investigar. Una vez tomé un libro de un anaquel, en la portaba rezaba “El abecedario de Gilles Deleuze”. En una de
las páginas el autor señalaba, hablando sobre la letra A (A de animal), que los animales viven en un estado de miedo y
de alerta constante, puesto que el animal habita en su propio mundo y este
mundo es un mundo hostil, un mundo al acecho, un mundo al cual devorar o el
cual te devorará. El autor hacía una comparación entre el animal y el
escritor. El escritor también crea un
mundo, apunta Deleuze, y el escritor
también vive al acecho, con miedo y alerta. Vive en un mundo hostil, tan hostil
que tiene la necesidad de hacer un mundo aparte, a parte pero igual de hostil que el anterior. El escritor se crea un mundo a partir de La existencia paranoica del miedo a la
muerte… Del miedo a encontrar, pensé. Así, vivía en ese momento. En alerta.
Como animal. Era como si a cada minuto que pasara yo me volviera más primitivo,
más salvaje.
Mi
cabello había crecido, al igual que mi barba. Me encontraba solo, solo en el laberinto. Mi única posesión era mi
garrote. No podía imaginar cómo me vería: rodeado de libros pero cada vez más
próximo a mi animalidad. Me estaba volviendo loco.
Un
día cualquiera durante mi búsqueda infinita, vagando en el desierto de libros,
escuche a lo lejos un ruido. Alguien o algo estaba a un par de salas de distancia.
Mi corazón se aceleró. Tuve que detenerme un momento a calmar mi respiración.
La adrenalina recorría mis venas. Un depredador a la expectativa de su presa.
Me acerqué sigilosamente a la puerta de la sala. Y, con cuidado, asomé la
cabeza. No había nadie. Pero ahí estaba la escritura, en los muros, en el
techo, en los anaqueles.
Entré
a la galería y había un rastro de libros, de hojas arrancadas y manchas de algo
que parecía ser tinta, una sustancia viscosa y negra recorría el suelo. Tome un
poco con los dedos, la olí y la probé. Por alguna razón reconocí la textura, el
sabor del pigmento y el plomo. Sí, era tinta.
El
ruido aún podía escucharse, así que avancé a la siguiente galería. Conforme me
acercaba el ruido se volvía más intenso, más cercano. Me coloqué de espaldas contra la pared en el borde del
cuarto. Podía escucharlo. Podía oír su respiración. Eso no podía verme ni yo a él. Pero estaba ahí.
Apreté mi garrote y tomando todo el valor que
se puede acumular con una bocanada de aire, me arrojé sobré él. Era mi presa.
Él pudo verme; era más rápido, más fuerte, más listo: un animal. Me esquivo de
un salto y entonces pude verlo: delgado, semidesnudo, envuelto en túnicas; todo
su torso estaba cubierto de inscripciones y vendajes que avanzaban hasta sus
brazos; en una mano sostenía su báculo. Cuando lo miré con detenimiento
parecía que las inscripciones de su piel se movían, cambiaban; durante un
momento decían algo pero al momento siguiente decían otra cosa completamente
diferente; y junto con cada cambio sus inscripciones
supuraban tinta. El hombre sangraba tinta. El hombre estaba escrito, escrito de
historias cambiantes. De historias que él mismo se había escrito.
Hubo un silencio eterno, como los caminos de
la biblioteca .Él me miró a los ojos y por alguna razón sentí una profunda vergüenza.
Entonces dijo: “De todo lo que se ha escrito, solo me agrada lo que uno escribe
con sangré propia. Escribe con sangre y aprenderás que esta es espíritu. No es
fácil comprender la sangré extraña. Aborrezco a los que leen”.
Su voz no sonaba como una voz, sino como
muchas voces a la vez. Los ecos de las voces de todos aquellos que han dicho
algo alguna vez se escuchaban a través de él.
Era una voz antigua y extraña pero a la vez profunda y familiar. Eso es
todo lo que te puedo contar.
-¿tú
eres el copista?-.
A
pesar de estas inscripciones que ves en mí y a pesar de estar hecho de
palabras, debo decir que no. No soy el copista. Soy solo un buscador que aun va
en busca de su escritura… pero esa es otra historia de la biblioteca que quizá
contemos después.
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