viernes, 21 de julio de 2017

El copista

El Copista
Por Richardt Kreusch

Esta es la historia del hombre más sabio del universo. Nadie sabe su nombre pero lo han llamado “El copista”. Sí, ese hombre existe. Es tan real como el universo, al menos como esta Biblioteca-Universo. Así es, amigo. Por si no lo habías notado estás en la Biblioteca de Babel. Mírala bien. Aunque ahora estamos en una región desolada, pero aun así es la Biblioteca.

El arquitecto la describiría como una enorme biblioteca, infinita en realidad, compuesta de : “ un número indefinido, y tal vez infinito,  de galerías hexagonales” (El arquitecto, 1941) . Justo como esta. Como puedes ver hay anaqueles en cuatro muros, libreros, cada librero cuenta con 35 libros exactamente. No más no menos. Salvo la excepción  de la época en que los anaqueles fueron purgados. Hombres armados, montados en caballos, recorriendo las galerías destruyendo y quemando  todo lo que juzgaban indigno...pero esa es otra historia, que dejaremos, quizá, para otro día. En fin, salvo esas excepciones, que son muy pocas en comparación con el infinito, cada anaquel tiene 35 libros, es decir, 140 libros por galería. En el centro de cada galería está el pozo de ventilación.  Además,  están estas dos escaleras de espiral, una asciende y la otra se abisma, y, por último, estos dos zaguanes: entrada y salida, que nos conectan con las galerías contiguas. Una vez que conoces una galería conoces todas, todas son iguales, lo único que cambia son los libros de los anaqueles… pero
                                                            …Te estaba Contando sobre el copista.

Bueno. El copista es un hombre viejo, tan viejo como la biblioteca.  Quizá el conoció al Arquitecto, o quizá él mismo sea el Arquitecto, al final qué es el universo sino lo que el hombre que lo vive hace de él. El universo, así como Dios, es una creación del hombre. Como sea no es importante. Te estaba  diciendo, el copista es un hombre viejo, aunque no lo aparente; los eones solo se ven cuando lo ves a los ojos, cuando lo escuchas hablar. Fuera de eso solo verías a un hombre más. Un denominador común.

Él no siempre ha sido quien ahora es. Antes. Antes era un aventurero, un buscador. Él buscaba. Parte de la condena de estar aquí, pese a estar rodeado de papel, es que no existe el papel en blanco, no existe la tinta. Todo ya está escrito y no hay nada por escribir. Nosotros no escribimos, solo leemos.

Sin embargo, el buscador no era como nosotros.  La paradoja del buscar radica en que nunca se sabe bien lo que se busca, se puede tener una noción, una idea, pera esa idea nunca es clara y sesga nuestra visión.  El buscador  se aventuró en el universo, recorrió las galerías durante interminables días: los días consistían  en caminar, dormir y leer, caminar, dormir y leer. Cada palabra que leía  se quedaba con él en su interior. Se alimentaba de palabras. Cada una de ellas lo nutría, lo hacía más fuerte. No obstante, había otras palabras, otras letras, que no entraban, se quedaban pululando a su alrededor, susurrando y volando, como el hada, o el demonio, que acompaña siempre a su  protegido. Y había otras palabras que simplemente se perdían, ya sea por su falta de sentido, por su banalidad y estupidez, o porque, sencillamente, buscaban otros ojos para ser leídas. No a todos los nutren las mismas palabras, las palabras son como el espíritu: duras para los espíritus duros, blandas para los espíritus blandos; profundas para los cuerpos profundos, livianas para los que son livianos.

Y así transcurrieron los días de este hombre, de este buscador. Hasta que un día, mientras descansaba  cerca del pozo de ventilación de alguna galería, tomó la baranda que rodeaba al pozo y, con todas sus fuerzas, comenzó a sacudirla, tiraba de ella como si esta tuviera vida y él quisiera arrancársela. Necesitaba ese pedazo de metal por alguna inexplicable razón. Pero la baranda resistía firme, no estaba dispuesta a ceder ni un poco. Sería una pelea dura, una pelea que ese día ganaría la baranda.  

 El buscador, agotado por la infructífera lucha, se tendió cerca de un anaquel. Fue entonces que notó una pequeña astilla que salía del borde inferior del mueble. Decidió  arrancarla. Era filosa, casi como una aguja; el hombre  se dio cuenta  de que con ella podía hacer pequeños trazos raspando la madera del anaquel…entonces recordó algunas  de aquellas palabras que habían estado con él  desde hacía un tiempo, era un pequeño fragmento que rezaba: “conócete a ti mismo”, lo grabó en el anaquel y  así acabó ese día.

Al  día siguiente, con fuerzas renovadas, inició la pelea nuevamente. Su única arma contra la baranda era la fuerza bruta pero ¿un hombre nutrido de palabras qué tan fuerte puede ser?
El buscador había encontrado algo, había encontrado un enemigo. Tomó a la baranda y tiró de ella  con todas sus fuerzas. Apretaba los dientes. Los músculos de los brazos se tensaban hasta quemar, entonces gritó: “Padre, dame fuerza”. Y, como si las palabras fueran una invocación, la barra cedió. Fue así que el buscador creyó haber encontrado algo.

Ahora, el buscador, armado con un báculo de hierro  y una astilla, se encamino a la siguiente galería. Una vez allí, se aproximó al anaquel más cercano, tomó el primer libro que vio  y leyó: “Está es la historia del hombre más sabio del universo. Un hombre que ha sido llamado el copista”. Un profundo sentimiento de irá lo inundó; así que con su bastón  derribo el  anaquel. Impulsado por ese iracundo sentimiento  empezó a tallar de forma minuciosa y desesperada cientos de caracteres que recordaba: letras, trazos y frases. Cuando hubo terminado con ese anaquel paso con el siguiente, y luego el siguiente. Después continúo con los muros, el suelo, la escalera. No fue una labor sencilla y rápida. Raspar textos en piedra y madera requiere su tiempo. Al final, cuando acabó, se dio  cuenta de que su cuerpo no estaba escrito.  Entonces tomó un libro. Uno de tantos que se encontraban en el suelo. Lo abrió en una página al azar y,  con su astilla, pinchándose el pecho ,transcribió literalmente en su carne: “todo es uno”. Aquel hombre se atrevió  a escribir. Después de eso copio de forma exacta , letra por letra, el libro entero.  Todo lo que había en ese cuarto quedó escrito.

No importa por donde se mirase había letras , trazos, fragmentos. Todo en letras de distintos tamaños y formas. En unos muros se podía leer: “De lo que no se puede hablar hay que callar”, “cuidado, no avance”, “15 hombres cargan la caja del muerto, la bebida y el diablo acabaron con el resto”; En el techo se podía leer claramente: “El hombre es un animal racional”, “el afuera es el adentro”; mientras que en la escalera se podía leer en la espiral: “ En un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…” Miles de fragmentos cubrían muros, techos, muebles. Era como si un tornado de destrucción y escritura hubiera pasado por esa habitación. El copista había nacido.

Por eso sabemos de su existencia. Hemos visto las galerías destruidas. Fue por eso que yo también me convertí en buscador.  Un día decidí seguir el rastro de destrucción. Quería conocer al copista. Así comenzó mi recorrido. Comencé a caminar a través de las infinitas galerías con la esperanza de encontrar al Copista o al Arquitecto. Sin embargo, la tarea de encontrar a dos elementos específicos  en el infinito no es muy esperanzadora.

 Así pasaron los días, los días se volvieron semanas, hasta que un día, caminado cerca del pozo de ventilación escuché el crujir de algo a la distancia, era como madera rompiéndose. Corrí en dirección del sonido: escaleras arriba. Subí un piso. Dos pisos. Tres pisos. Entonces el sonido desapareció  perdido en la infinitud de la biblioteca. Me acerqué decepcionado al pozo de ventilación, me recargué en el barandal y este cedió, casi caigo al abismo. La baranda estaba rota.

Un pedazo del barandal semejante a un garrote quedó en mi mano. Un enorme sentimiento de frustración y vaciedad me inundó. Comencé a golpear todo a mí alrededor. -¡¡Maldito Copista, Te encontraré!!-. Grité al vacío del pozo.     Y mi grito se perdió en el silencio de la biblioteca. Sentía como la biblioteca  se reía de mí y de mi desdicha. Estaba ahí, perdido, como tantos otros. Es ahí  cuando sientes la Desesperación:-¿qué clase de mente diseña un mundo como éste?- dice una voz.

-¿Qué clase de mente soporta un mundo como éste?-. Respondió otra voz. Pero no había nadie. Estaba solo.

Conforme pasaba el tiempo, dejé de pensar en días; mi existencia se reducía a buscar, a investigar. Una vez tomé un libro de un anaquel, en la portaba rezaba “El abecedario de Gilles Deleuze”. En una de las páginas el autor señalaba, hablando sobre la letra A (A de animal), que los animales viven en un estado de miedo y de alerta constante, puesto que el animal habita en su propio mundo y este mundo es un mundo hostil, un mundo al acecho, un mundo al cual devorar o el cual te devorará. El autor hacía una comparación entre el animal y el escritor. El escritor también crea un mundo, apunta Deleuze, y el escritor también vive al acecho, con miedo y alerta. Vive en un mundo hostil, tan hostil que tiene la necesidad de hacer un mundo aparte, a parte pero igual de hostil que el anterior. El escritor se crea un mundo a partir de La existencia paranoica del miedo a la muerte… Del miedo a encontrar, pensé. Así, vivía en ese momento. En alerta. Como animal. Era como si a cada minuto que pasara yo me volviera más primitivo, más salvaje.

Mi cabello había crecido, al igual que mi barba. Me encontraba solo, solo en  el laberinto. Mi única posesión era mi garrote. No podía imaginar cómo me vería: rodeado de libros pero cada vez más próximo a mi animalidad. Me estaba volviendo loco.

Un día cualquiera durante mi búsqueda infinita, vagando en el desierto de libros, escuche a lo lejos un ruido. Alguien o algo estaba a un par de salas de distancia. Mi corazón se aceleró. Tuve que detenerme un momento a calmar mi respiración. La adrenalina recorría mis venas. Un depredador a la expectativa de su presa. Me acerqué sigilosamente a la puerta de la sala. Y, con cuidado, asomé la cabeza. No había nadie. Pero ahí estaba la escritura, en los muros, en el techo, en los anaqueles.

Entré a la galería y había un rastro de libros, de hojas arrancadas y manchas de algo que parecía ser tinta, una sustancia viscosa y negra recorría el suelo. Tome un poco con los dedos, la olí y la probé. Por alguna razón reconocí la textura, el sabor del pigmento y el plomo. Sí, era tinta.

El ruido aún podía escucharse, así que avancé a la siguiente galería. Conforme me acercaba el ruido se volvía más intenso, más cercano. Me coloqué de espaldas contra la pared en el borde del cuarto. Podía escucharlo. Podía oír su respiración. Eso  no podía verme ni yo a él. Pero estaba ahí.

Apreté mi garrote y  tomando todo el valor que se puede acumular con una bocanada de aire, me arrojé sobré él. Era mi presa. 
Él pudo verme; era más rápido, más fuerte, más listo: un animal. Me esquivo de un salto y entonces pude verlo: delgado, semidesnudo, envuelto en túnicas; todo su torso estaba cubierto de inscripciones y vendajes que avanzaban hasta sus brazos; en una mano sostenía   su báculo. Cuando lo miré con detenimiento parecía que las inscripciones de su piel se movían, cambiaban; durante un momento decían algo pero al momento siguiente decían otra cosa completamente diferente; y junto con cada cambio  sus inscripciones supuraban tinta. El hombre sangraba tinta. El hombre estaba escrito, escrito de historias cambiantes. De historias que él mismo se había escrito.

 Hubo un silencio eterno, como los caminos de la biblioteca .Él me miró a los ojos y por alguna razón sentí una profunda vergüenza. Entonces dijo: “De todo lo que se ha escrito, solo me agrada lo que uno escribe con sangré propia. Escribe con sangre y aprenderás que esta es espíritu. No es fácil comprender la sangré extraña. Aborrezco a los que leen”.

 Su voz no sonaba como una voz, sino como muchas voces a la vez. Los ecos de las voces de todos aquellos que han dicho algo alguna vez se escuchaban a través de él.  Era una voz antigua y extraña pero a la vez profunda y familiar. Eso es todo lo que te puedo contar.

-¿tú eres el copista?-.


A pesar de estas inscripciones que ves en mí y a pesar de estar hecho de palabras, debo decir que no. No soy el copista. Soy solo un buscador que aun va en busca de su escritura… pero esa es otra historia de la biblioteca que quizá contemos después. 

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